COLABORACIÓN || Marta Borraz
Las casas familiares, esas que se heredan de generación en generación, guardan historias y secretos en los papeles olvidados. Los recuerdos en forma de fotografías, cartas o diarios no se suelen tiran porque pertenecieron a alguien querido. Normalmente, estos tesoros se quedan al fondo de un cajón esperando pacientemente a que alguien curioso les devuelva la vida que un día tuvieron.
Esas personas solemos ser los nietos. Los que no tuvimos la suerte de conocer a los abuelos valientes que lucharon en la Guerra Civil, a las abuelas que un día fueron jóvenes y tuvieron historias de amor, a los tíos solteros que vivían aventuras… Gracias a sus retratos y escritos podemos imaginarlos como personajes de novela y, así, dejan de ser nuestros parientes para convertirse en un miliciano asustado, una señorita que acude a un baile de sociedad o un médico de pueblo.
Al leer sus cartas es como si pudiéramos escuchar su voz, han dejado la huella de su cadencia al hablar por escrito. A veces, es tan íntimo lo que cuentan que nos podemos sentir intrusos, espías de otros tiempos.
Un día de verano encontré por casualidad un cuaderno, fabricado con recortes de papel y anillas de alambre por mi tía Mercedes. En la tapa había escrito: «Para ti, hermano, y nuestra prolongación genealógica presente». De ese diario salieron los primeros capítulos de mi primera novela, Años de vida.