Se aceptan voluntades (2)

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COLABORACIÓN | AGUSTÍN VIDALLER

Debo advertirles que quien esto escribe hace tiempo que habla a solas, costumbre cerciorada pronto por su familia, la cual a pesar de éste y otros síntomas adversos consintió en dar estudios a quien de otro modo se habría contentado siendo un feliz destripaterrocos.

Diputacion Huesca Turismo Activo 700×200

 

Durante un tiempo, dicho joven soportó bien en Zaragoza las tentaciones de asistir a clase y presentarse a los exámenes, que es lo que debiera haber hecho, de no ser por el destino manifiesto que iba a hacer de él un noctívago artista del monólogo literario. Pero llegó el día en que todo pasase de castaño oscuro. Nadie que se pase medio día hablando consigo mismo y otro medio contestándose puede a la postre acabar bien. Fue la medianoche de un martes de mesetario frío, allá en Madrid, en donde yo ( pues de mí se trata) residía lujosamente bajo la coartada de ciertos estudios universitarios sobre la Materia Neoasiria. En un momento dado, se me agotó la pipa de kif, Radio 3 fue acallada por las interferencias y en la 2 les dio por televisar muñeiras. La verdad era que a mis veintiún años ( enero de 1989) empezaba a sentirme cansado de mi segunda personalidad, así que en vez de seguir parloteando con ésta miré por la ventana y me dije: A VER SI HAY BUEN ROLLO AHÍ ABAJO. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. ¡ Yo, después de tanto tiempo, anhelando calor humano! Entre la consternación y la ansiedad cogí el tres cuartos y bajé a la calle.

Por primera vez envidiaba a aquellos mozos que volvían apresurados de ver a sus novias y que ahora, dando un respingo, rehusaban mis precipitadas invitaciones a liar juntos un peta. El inconstante reguero de currantes yendo o viniendo de sus puestos traían puesta en la cara esa disuasoria advertencia que en las grandes ciudades significa yo a ti no te conozco. Sintiendo pues frío por fuera y por dentro fui bajando por Gran Vía hasta la esquina con Alcalá, en donde por fin encontré a la mujer que había de cambiar mi vida pegándome dos hostias. Mostrando la liga y un escote que no sabía de estaciones climatológicas, al llegar a su altura me dijo:

– Mi nombre es Lucía Fernanda. Llámame Lucyfer. Serán quinientas pesetas.

– Yo pensaba que tres mil- balbuceé por respuesta.

– Es que a los mendigos les hago descuento.

– ¡Pero yo no soy un mendigo!

– Eres tonto. Lo que pasa es que tú no mendigas dinero, sino palabras. Es lo que ocurre casi siempre.

Y se pasó diez minutos de reloj instruyéndome sobre las cuatro tonterías que había de conocer por si las cosas iban a peor y acababa por pedir también dinero, tirado en una acera. Había tres cosas que uno nunca debía dejarse decir. 1: ¡Y no te lo gastes en vino! 2: ¡Que en la construcción no encuentran manos! Y 3: ¿Y por qué no en mi casa? Tenía que olvidar, por otra parte, el célebre refrán que desde el Siglo de Oro hacía ir tirando al españolito medio, aquél de Si miras atrás, siempre te conformarás. Pues mendigo es quien se come las peladuras, no la patata podrida. La Humanidad acaba en él igual que el Ebro desemboca por Amposta.

Explicado lo cual Lucyfer me asestó dos sopapos, antes de decirme que corriera el aire.

Factores que no vienen a cuento conjuraron, hace tiempo, esa vocación de pedigüeño que Lucyfer adivinó en mí. Ahora la caridad se llama pensión. Respecto a los verdaderos mendigos, haberlos hailos, por más que publicaciones como ésta prefiera mil veces hablar de nuevos polígonos industriales y euforias colectivas que demuestran la concordia reinante en nuestros pueblos, etc., etc., sin dedicar ni una paginita a la desdicha, la cual por lo demás tanto suele dar de sí. Todo lo que puedo decir es “gracias, Lucyfer, por tus dos hostias.”

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