El pueblo salva al pueblo

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Cuando fui a Valencia no lo hice como redactor de Huesca Talento, sino como voluntario. De hecho, la crónica que estás leyendo nunca hubiera visto la luz de no ser por unos compañeros con los que compartía más preocupaciones que trabajo a medida que íbamos conociendo el alcance de la devastación de la DANA. En aquel momento me sentía apelado por la situación de una manera que en que pestañeé ya estaba en Tarragona comprando el último par de botas que quedaban en la tienda (dos tallas menos de la que suelo gastar).

Como que no era el único que había tenido la misma idea. Al día siguiente, miles de personas cruzamos el desvío del Turia a través de la rebautizada “Pasarela de la Solidaridad”; y puestos a llamar a las cosas por su nombre, la frontera que separaba el mundo donde te ofrecían pagar en efectivo o tarjeta de los kilómetros y kilómetros de calles reventadas que no cabían en ningún telediario.

Aun así, de los que íbamos nadie lloraba. Tampoco teníamos una tarea asignada. Las sensaciones eran de ir todos a una, de agarrar fuerte la escoba, y de gritar hasta tres para empujar un fango que lo inundaba todo, pero no más que la convicción de hacerlo desaparecer.

“Las sensaciones eran de ir todos a una, de agarrar fuerte la escoba, y de gritar hasta tres para empujar un fango que lo inundaba todo, pero no más que la convicción de hacerlo desaparecer”

 

En una de estas paramos para recibir entre aplausos a un tractor. Poca broma, un tractor equivalía como a 100 barredores de los buenos. Y ojo porque el asunto no se acababa ahí: al volante había una cara que cada vez me sonaba más. ¡Que sí que era! El mismo Antonio Galoh. Quien visitaba estas páginas hacía menos de un mes había venido junto con otros agricultores de Monegros a intentar salvar los muebles de media Masanasa. Si cualquiera te devolvía la sonrisa por el mero hecho de estar allí, encontrarte a un paisano era como volver a ver a un amigo de toda la vida.

Comimos caliente en lo que parecía la plaza mayor, donde un grupo de gente se había organizado para cocinar las donaciones de alimentos que iban llegando a las zonas afectadas. La megafonía municipal felicitaba el esfuerzo realizado a pesar de que la marca del agua de 2-3 metros de altura se empeñaba en advertir que pasarían meses hasta recuperar la normalidad. Había tenido que ocurrir lo peor para que aquel lugar diese su mejor versión.

 

 

Optimismo el justo por eso. De noche volví a Valencia a rastras. Me tenía que ir apoyando en las farolas de lo que me dolían los pies, aunque me hubieran regalado otras botas a primera hora. Las farolas, por cierto, muchas no funcionaban. La oscuridad desdibujaba los ánimos de los que iba dejando atrás, de los que el lunes no volverían a la oficina como si nada hubiera pasado.

Hubo críticas de que los voluntarios habíamos ido allí de safari caritativo a hacernos la foto. Yo también me hice una, y estoy seguro de que el 100% de quienes nos acusaron lo dijeron desde el sofá de su casa. Pero es verdad que se trataba de un tema controvertido. En mi caso no me decidí a publicarla por respeto a las víctimas, puesto que muchas de ellas se niegan a salir para no guardar ningún recuerdo de lo ocurrido cuando por fin puedan pasar página. De momento, bastante tienen con la rutina del barro y los coches apilados, y yo con las explicaciones que he indicado. Las gracias ya me las dio una vecina a la que ayudé a despejar la entrada de su casa.

¡Fuerza y a seguir!

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